Por: América Pérez
Vivimos en un país donde la frase “no hay luz” es casi un mantra nacional. Cada vez que se va la energía eléctrica, el culpable de todos nuestros males tiene nombre y apellido: las EDEs. Ellas cargan con la ira del ciudadano promedio, la frustración de los negocios y la desesperación de los hogares. Sin embargo, pocas veces miramos hacia adentro, hacia nuestro propio comportamiento, para preguntarnos: ¿qué estamos haciendo como sociedad para tener el servicio que exigimos?
Porque sí, queremos energía constante, barata y de calidad. Pero mientras la pedimos a gritos, toleramos —o practicamos— prácticas que la vuelven inviable: conexiones ilegales, medidores manipulados, líneas clandestinas que alimentan negocios y casas enteras sin que paguen un centavo justo.
Es un secreto a voces: todos sabemos quién se engancha “del aire”, quién solo paga la mitad de lo que consume o quién tiene la habilidad mágica de conectar cables de madrugada para no dejar rastro. Y sin embargo, callamos. No denunciamos al vecino que nos roba a todos. Porque cuando alguien se roba la luz, no engaña a la EDE: nos engaña a nosotros mismos, porque ese robo se paga con más apagones, más pérdidas técnicas y, por supuesto, más costos que terminan impactando al usuario que sí paga.
Entonces surge la gran contradicción: exigimos derechos, pero ignoramos deberes. Queremos energía 24/7, pero sin asumir que el servicio eléctrico se sostiene con el pago responsable de todos los usuarios. Queremos un país desarrollado, pero con prácticas tercermundistas que aplaudimos en voz baja, porque “todo el mundo lo hace”.
Mientras tanto, las empresas distribuidoras se gastan millones en reparaciones, ampliaciones de redes, mantenimiento y recuperación de pérdidas. Hacen planes de sectorización, cambian transformadores, modernizan circuitos. Pero nada de eso basta si en cada callejón, en cada barrio y en cada torre se cuela una línea clandestina que drena lo que pagamos los demás.
Aquí no caben discursos fáciles. Es hora de hablar claro: la solución no es solo que las EDEs trabajen más (que claro que deben hacerlo mejor cada día). Es que nosotros, como ciudadanos, dejemos de ser parte del problema y empecemos a ser parte de la solución. Denunciar el robo de energía no es ser chismoso: es ser justo. Pagar lo que se consume no es un favor: es una obligación.
Queremos un país con luz. Queremos inversión, estabilidad y progreso. Bueno, la luz que queremos empieza por apagarnos a nosotros mismos la costumbre de robar, la costumbre de mirar hacia otro lado cuando sabemos que algo está mal. Solo así, cada apagón será realmente una falla técnica —y no la factura de una complicidad social que, hasta ahora, seguimos pagando entre todos.
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